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Hay que dejar de glorificar violentos y de leer la historia sin tiempo ni contexto

Maureén Maya S.
07 de abril de 2025 - 05:00 a. m.
"Si Colombia quiere vivir en paz, debe dejar de glorificar a los violentos y reconocer el deber de abrazar a las víctimas, de rescatar la verdad y la memoria histórica": Maureén Maya S.
"Si Colombia quiere vivir en paz, debe dejar de glorificar a los violentos y reconocer el deber de abrazar a las víctimas, de rescatar la verdad y la memoria histórica": Maureén Maya S.
Foto: AFP - --
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En respuesta al editorial del 29 de marzo de 2025, titulado “Cómo justificar un homenaje a Tirofijo en RTVC”.

La guerra siempre deja marcas imborrables en la memoria, preguntas sin respuestas, verdades a medias y mucho dolor y miseria en los pueblos. En nuestra larga historia hemos conocido a hombres y mujeres obligados, en contextos específicos y realidades complejas, a empuñar las armas a falta de garantías sociales, democráticas o de simple supervivencia, y ante la rotunda ausencia de Estados protectores interesados en evitar que sus armas se levanten para perseguir al pueblo indefenso y desarmado. Muchas personas se resignaron: “Así son las cosas”, dijeron, “el que tiene poder manda, el que tiene dinero ‘marranea’”, “donde manda capitán…”, y bajaron la cabeza, aceptaron como parte de su vida la injusticia, la violencia y el sálvese quien pueda, lloraron en silencio a sus muertos, los enterraron sin hacer preguntas, enmudecieron cuando debían gritar y siguieron andando sus caminos con la cabeza gacha, los pies arrastrados y los puños apretados. Nunca más volvieron a levantar sus ojos hacia las estrellas.

Otros, sin embargo, decidieron no resignarse y optaron por el camino de la lucha para defender a su gente; empuñaron las armas porque por las buenas no se podían cambiar las cosas, lucharon, comieron fango, resistieron, perdieron mucho, ganaron poco, y al final no sólo no lo lograron, sino que terminaron por abortar su propia voz y su conciencia fue reducida. Las guerras largas se degradan y, en ellas, se impone la lógica belicista que lleva a muchos a cometer actos de crueldad, sevicia y violencia extrema contra sus semejantes, ni siquiera contra sus opositores en armas, sino contra la gente sencilla, que, en el caso de las guerrillas, decían defender y querer proteger.

Esa lógica perversa de las guerras quebró la moral y anuló la llamada “ética revolucionaria” de las guerrillas que no pudieron hacerse con el poder político por la vía armada (en otros casos donde sí lo lograron, la degradación llegó después, como en la Nicaragua actual). Se impusieron mediocres excusas para tolerar y reproducir hechos lacerantes que jamás debieron ni deben suceder. Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda, hijo de su tiempo y de un Estado que violaba derechos y arrinconaba a la población, se levantó en armas para defender lo que era justo, pero en su larga lucha cayó en los procesos de degradación moral que llevan a justificar lo que éticamente no se puede tolerar: secuestros, ejecuciones, reclutamiento de menores, atentados para causar terror, violaciones a los derechos humanos, crímenes atroces y mutilaciones, entre muchos otros. El legendario líder, oriundo de Génova, Quindío, además de terminar atrapado, en medio de la húmeda selva, en la red oscura de todo aquello que condenaba, su misma lucha sirvió de justificación para que el Estado criminal que combatía, siguiera sometiendo y violentando los derechos de la ciudadanía, bajo el pretexto de querer derrotar un posicionado enemigo común, al que responsabilizaba por la falta de garantías sociales y democráticas en el país. Hoy sabemos, de sobra—aunque algunos necios se resistan a entenderlo—, que el camino para buscar vida, equidad, libertad, justicia y paz para el pueblo no es el del crimen; no es robando infancias, atemorizando campesinos y despojando al humilde como se realiza la justicia social.

Entendemos muy bien el contexto en el que creció Marulanda, recordamos con aplausos su valentía, pero no podemos ignorar los horrores cometidos por su guerrilla ni desconocer el cambio de los tiempos y los avances en la jurisprudencia para el surgimiento de una nueva conciencia. Sabemos que actos que ayer eran vistos como normales o “parte propia de” hoy son repudiados y rotundamente rechazados.

Si Colombia quiere vivir en paz, debe dejar de glorificar a los violentos —aunque estos sean hijos de la violencia— y reconocer el deber de abrazar a las víctimas, de rescatar la verdad y la memoria histórica y apoyar a quienes, con amor, coraje, resiliencia y sin violencia, trabajan día a día, en esfuerzos denodados y focalizados, por hacer de Colombia un país posible.

Por Maureén Maya S.

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